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La melodía del móvil y el silencio al otro lado de mi puerta

Era un martes por la tarde, de esos grises y húmedos tan nuestros en Santiago, en los que el simple hecho de llegar a casa se siente como una victoria. Subí las escaleras hasta mi piso en el Ensanche, rebusqué en el bolso con el automatismo de siempre y entonces, el vacío. El llavero no estaba. Un sudor frío me recorrió la espalda mientras mi mente repasaba frenéticamente cada uno de mis movimientos: la cafetería, la librería, el supermercado… Nada. Las llaves se habían quedado dentro, puestas en la cerradura.

La primera reacción fue una mezcla de incredulidad y pánico. Empujé la puerta, la sacudí suavemente, como si con eso pudiera convencer a la cerradura de cooperar. Nada. Apoyé la frente en la madera fría y respiré hondo. No había otra opción: necesitaba llamar a un cerrajero.

Saqué el móvil con los dedos algo torpes y busqué «cerrajero abrir puerta en Santiago de Compostela». La pantalla se llenó de anuncios prometiendo servicio en 20 minutos y precios «sin competencia». El cinismo se apoderó de mí por un segundo. ¿Cuánto me iba a costar este despiste? ¿Me intentarían cobrar una fortuna aprovechándose de mi desesperación?

Elegí uno que tenía buenas reseñas recientes y marqué. Al otro lado, una voz calmada y profesional me hizo varias preguntas: la zona, el tipo de puerta, si la llave estaba puesta por dentro. Me dio un presupuesto aproximado por teléfono para la apertura, advirtiéndome que podría variar ligeramente, y me dijo que un técnico estaría allí en menos de media hora. Esa transparencia inicial me tranquilizó bastante.

La espera en el rellano se hizo eterna. Cada vecino que subía me miraba con una mezcla de curiosidad y compasión. Finalmente, llegó el cerrajero. Un chico joven, con una caja de herramientas que parecía pesar una tonelada. Le bastó un vistazo a la cerradura para saber exactamente qué hacer. Con una especie de radiografía fina y unas herramientas que manejaba con la precisión de un cirujano, empezó a trabajar.

Yo observaba en silencio, conteniendo la respiración, esperando oír el temido sonido de un taladro. Pero no hizo falta. Después de unos minutos que me parecieron horas, se escuchó un «clic» seco y la puerta se abrió. La sensación de alivio fue indescriptible. Pagué la factura, que se ajustó a lo presupuestado, y le di las gracias un millón de veces. Esa tarde aprendí dos cosas: el valor incalculable de un buen cerrajero y que, a partir de ahora, siempre comprobaré dos veces si llevo las llaves antes de cerrar la puerta.